jueves, 29 de mayo de 2014

UNIDAD Y DIVERSIDAD








Hay un dicho que dice: “dos son compañía, tres es multitud”. Y yo me pregunto: ¿Y uno, qué es uno? ¿Qué será uno, uno solo? Bueno… también cabría preguntarse algo aún mucho más misterioso: ¿Y qué será cero, entonces?

Creo que es mejor dejar tranquilo al cero, porque así él nos dejará tranquilo a nosotros, y más nos vale. El cero se sale fuera de nuestra comprensión. La nada, que es el todo, el todo que es la nada… mejor lo dejamos.

Pero creo que el uno nos interesa más, y nos podemos acercar a él con menos miedo y más confianza. Uno… uno… uno soy yo, por ejemplo. Tengo una manzana en la mano. La veo, y es una. No veo ninguna manzana más. Y ésta que tengo sí que la veo. Esto es uno.

El problema comienza al intentar entender la unidad, es decir, el uno que no tiene segundo. Y mucho más cuando nos enteramos de que todas las antiguas y sabias tradiciones, en un lenguaje o en otro, en unos símbolos o en otros, nos cuentan eso del “Uno sin segundo”. Una unidad que no tiene segunda parte, ni por supuesto tercera, ni cuarta… etc. Y entonces ¿qué es eso?

Bueno, si se piensa bien, y teniendo en cuenta de que, a poco que pensemos, todo está en relación, desde la ínfima ameba a la más inmensa de las galaxias, y que esa relación no hace más que confirmarnos que si alguna estrella lejana fuera repentinamente eliminada instantánea y absolutamente, es más que probable que todo el edificio del Universo colapsaría en segundos, lo veríamos muy claro. Tal es de absoluta y de decisiva nuestra interrelación.

En nuestro pequeño mundo, basta que por un momento imagináramos que el sol se tomara aunque solo fuera un día de vacaciones, y ese día no saliera por el oriente. Toda nuestra pequeña corteza orgánica, realquilada en la superficie de nuestro planeta, desaparecería en pocos días. No hay sol, no hay calor ni luz, no hay fotosíntesis, no hay vegetales, no hay animales, no hay mareas, no hay calor, no hay vida… no hay nada. Eso ocurriría. Viéndolo así, no es extraño que el Sol fuera el Dios más cercano para muchas grandes civilizaciones. Sin el dios Sol no hay nada, no puede haber nada. Por supuesto, nada de lo que nos interesa a los hombres, es decir, la vida a la que llamamos vida, la vida orgánica.

Y, si todo lo viviente, es decir, todo, está tan íntimamente relacionado, una ausencia en algún lugar del Universo provocaría el colapso total. Es algo así como un puzzle al que le quitáramos una pieza. Solo una pieza menos y el puzzle deja de tener sentido.

Hay una teoría, muy divulgada, que nos viene a decir que el vuelo de unas mariposas en México influye en los monzones de Indochina. Es una buena manera de decir que todo, absolutamente todo, está en íntima relación orgánica.

Pensar que somos seres independientes, en el sentido de que nuestras vidas son de nuestra exclusiva competencia y que no tienen nada que ver con las demás vidas, es un grave error de comprensión sobre la unidad del Universo. Y, además, es un error muy tonto. Si el Universo es el Macrobios, es decir, una unidad de vida ¿en qué unidad de vida que conozcamos sus células, tejidos, órganos y sistemas no forman un todo funcional, y el mal funcionamiento de algunas células de un riñón, por poner un ejemplo, no afecta al la vida del ser vivo en su conjunto? Todos entendemos esto fácilmente. ¿Y por qué no lo entendemos, si todas las unidades de vida se rigen por las mismas leyes? ¿No es el Universo un ser vivo, el más grande, el Macrobios, el único existente como manifestación de Lo Uno Sin Segundo?

Visto así, es fácil comprender, en nuestro nivel, claro, lo que es la unidad, lo Uno sin segundo. El todo. No es más que una manifestación del Theos, manifestación a la que llamamos Cosmos. El Theos es el cero, el uno es el Cosmos. ¿Y por qué el Theos tuvo necesidad de manifestarse? Que yo sepa, nadie lo sabe. Hay preguntas que es mejor no hacerse. Y ésta es una de ellas.

Pero volvamos al Cosmos. Lo podemos entender como el orden surgido del Caos por el impacto del Theos. Y la tierra estaba confusa y vacía, y el espíritu de Dios se cernía sobre la faz del abismo… Y Dijo Dios: ¡Hágase la luz! Y la luz fue hecha.

La luz visible sabemos que se compone de tres colores básicos, azul, rojo y amarillo. Estos, a su vez, y componiéndose entre ellos, dan lugar al arco iris, los siete colores visibles. Ya lo hemos liado algo más. Ahora tenemos, no solo el cero y el uno, sino el tres, el cuatro y el siete. Pero se nos pasó el dos. Bueno, esto es algo más sencillo. Hay luz, pero hay ausencia de luz, es decir, oscuridad. Luego hay dualidad. Hay alto y bajo, estrecho y ancho, masculino y femenino, positivo y negativo, frío y caliente, seco y húmedo, etc. La dualidad es fecunda. Engendra nuevas formas. ¿Qué sería de una buena foto en blanco y negro si no hubiera grises? ¿Seguirían existiendo las especies si no hubieran machos y hembras? ¿Correrían los ríos si no hubieran altos y bajos? ¿Y si no hubiera invierno y verano? Si todo es igual no hay fecundidad, ni movimiento, todo sería amorfo e inmóvil. Y el Cosmos necesita orden y movimiento.

Y, si todo es diverso, generaciones de dualidades, tríos y septenarios ¿cómo puede haber unidad en el Cosmos? Esta es una buena pregunta, cuya respuesta es fácil en la música. Es posible por la armonía en la música.

¿Cómo es posible que un conjunto de sonidos muy diversos, emitidos por instrumentos sonoros también diversos y de distinto timbre, puedan producir algo bello, y por lo tanto armónico, y que pueda así considerarse la obra musical una unidad sonora? Por la armonía entre todos esos sonidos. ¿Quién se atreve a negar que, pongamos por caso, el Ave Verum Corpus, de Mozart, o la novena sinfonía de Beethoven son unidades en sí mismas, globales, armonizadas, coordinadas, bellas y completas en sí mismas? Nadie. Y el que se atreva a negarlo ha de vérselas conmigo.

Y, entonces podríamos preguntarnos: ¿cómo sería posible organizar a los hombres en sociedad de una manera bella, buena, justa y verdadera? Por la armonía entre ellos. Solo así.

¿Qué supone la armonía? ¿Qué exige para que surja? Pensemos en una orquesta sinfónica. Hay un señor que mueve un palito, o simplemente las manos, sí, ese al que nadie hace nunca caso ni al que nadie le mira. Es el director de la orquesta. En un concierto todo el mundo se pregunta: ¿Qué hará ahí ese señor, que no toca ningún instrumento y que se dedica a agitar el palito o las manos como un poseso? ¿Se habrá colado como un espontáneo en una corrida de toros?

Pues no. Ese señor, cuyo papel nos parece inexplicable, es el que coordina los sonidos de todos los instrumentos. Sin él, y si solo un instrumento se retrasara décimas de segundo en sus sonidos, la armonía se transformaría inmediatamente en un caos. En verdad es el responsable del Cosmos, de la armonía de toda la orquesta. Él no conoce solo los sonidos de un instrumento, como los profesores de la orquesta, él conoce todos los instrumentos, y conoce los tiempos, milimetrados, en que cada uno de ellos debe emitir sus sonidos. Y si no consiguiera armonizarlos todos, los espectadores empezarían y acabarían abucheando a la orquesta entera. Tal es la importancia del director de la orquesta. Su misión es crear, o más bien, reproducir, la armonía de la obra. El compositor creó esa armonía, y el director, como intérprete, debe reproducirla tal cual nació en el alma del compositor.

Pero los instrumentos son dispares, agrupados en familias. Están las cuerdas, y dentro de ellas los violines, las violas, los violoncelos, los contrabajos, están los vientos de metal, las flautas, las trompetas, los trombones, las trompas, están los vientos de madera, los oboes, los clarinetes, los fagots, están los de percusión, timbales, triángulos, o platillos, etc. Todos diversos y todos con una partitura distinta. Pero… el todo es armónico. El todo es armónico, esta es la clave.

¿Y cómo puede lograrse la armonía?



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