lunes, 24 de febrero de 2014

UNA SIMPLE HOJA...






















"Observa esta simple hoja; verás que no te alcanza una vida para descubrir la belleza que encierra en su arquitectura...
No hay catedral que pueda igualarla."

La óptica con la que el hombre mira al Universo sigue siendo una óptica antropocentrista. Tratamos de entender lo inmensamente grande desde nuestra inmensa pequeñez.

Sería algo así como si un mosquito analizara, desde su perspectiva, la belleza de una catedral. No la podría entender. En su mosquitocentrismo le parecería algo absurdo, sin sentido ni utilidad, algo disparatado, producto de un ser cretino o caprichoso. ¡Es tan grande, tan grande, que ni siquiera sirve para comer!, se diría. Además, es, simplemente, piedra muerta.

¿Cómo podría imaginar ni comprender el sentido de una catedral, entender que no esta muerta, sino viva y palpitante, que su existencia la debe a la mente de su arquitecto y a la inspiración de muchas almas que albergan en ella su sentido de Dios, que es un lugar sagrado para el hombre, y que no apareció por casualidad, como un simple amontonamiento de piedras, sino con un fin definido que él no es capaz de entender?

Algo así sucede en el hombre frente al Universo.

Miramos el manto negro del firmamento, entretejido de millones de pequeños puntitos brillantes, y las llamamos estrellas. Vemos manchas blanquecinas de diferentes formas, y las llamamos galaxias. Miramos al Sol, y miramos a la Luna, y nos pensamos que sí, que tienen su utilidad, claro está, para nosotros los hombres, pero no alcanzamos a comprender su existencia por sí mismos, su vida y su destino.

¿Destino? Nos preguntamos. ¿Destino de dos bolas inmensas, una de ellas que solo es helio e hidrógeno en combustión, y otra, una piedra redonda dando vueltas a la tierra? ¿Cómo podría tener vida ni destino una simple piedra, una ardiendo y la otra apagada? Sería tanto como asignar vida a un grano de sal de nuestro salero.

En mi opinión, y, haciendo uso de la madurez de la humanidad, tras milenios observando a la Naturaleza, deberíamos empezar a desprendernos de la óptica errónea y pueril que mira todo lo que está fuera del hombre como seres extraños, incomprensibles, faltos de vida, de sentido y de destino.

Actuamos como si quisiéramos entender solo el sexto día del Génesis, ignorando los cinco anteriores. Y, por cierto, andamos con cierto retraso. El Génesis bíblico fue escrito nadie sabe por quién, ni hace cuantos milenios, posiblemente inspirado en otros textos mucho más milenarios de otras culturas, pero indudablemente por gente que sabía de lo que hablaba, y quizá mucho más y mejor que nuestros encumbrados científicos actuales.

¿Vida? ¿Destino? ¿Qué podría pensar el ínfimo microbio de la vida y el destino de un hombre? Y, de la misma manera ¿Qué puede pensar el hombre de la vida y destino de un ínfimo microbio, o de la más inmensa de las galaxias?

“Como es arriba es abajo”, sentenció el llamado Hermes. Quizá deberíamos reflexionar sobre esta sentencia, largamente, antes de pensar sobre la existencia de los diferentes seres que pueblan nuestro Universo.













viernes, 14 de febrero de 2014

AZOTEAS DE CÁDIZ


En Cádiz, las casas comienzan en la casapuerta, nombre gaditano de zaguán, que se dice en algunos sitios “SanJuan”, quizá porque crean que es un nombre más acorde y más bonito que el otro, y para mí que es así. Y, comenzando por la casapuerta, termina en la azotea, también llamada terraza en otros lugares, pero aquí tomó su hermoso nombre del árabe. No se hicieron aquí las casas con techo de tejas porque no hay nunca peso de nieve que soportar. Así que las casas tienen dos espacios comunes, el patio y la azotea.

En nuestros días, las azoteas tienen poca utilidad, y por lo tanto, poca historia, no así en mis tiempos de niño y adolescente. En esos años, la azotea era como un lugar de encuentro de los vecinos, aún más que el patio central de la casa.

Había en ellas un pequeño cuarto donde los vecinos lavaban la ropa, el lavadero. Lo presidía un gran recipiente circular de barro que se llenaba con agua, el lebrillo, se colocaba una tabla de madera de superficie ondulada y se restregaba la ropa mojada con jabón verde, antaño el único disponible, y hoy muy apreciado e imitado por su naturaleza neutra y su eficacia limpiadora. Ese era todo el equipamiento del magnífico artilugio, probablemente traído a Al-Andalus supongo que por los árabes, quienes trajeron casi todos los refinamientos en materia de limpieza e higiene.

Y ¡qué de historias sabía el lavadero! ¡si el lebrillo hablara…! Bueno, al fin y al cabo era normal. Ese cuarto solo se usaba por las mañanas o por las tardes hasta que se ponía el sol, porque no era usual que hubiera bombilla. Pero luego por la noche, y oscuro… ya se sabe, los niños son niños, pero luego crecen, claro y…, bueno, es fácil imaginar. Para mí que más de un gaditano fue fabricado en un lavadero y nacería con una fragancia a jabón verde y a ropa limpia envidiable.

Luego cayó en desuso y hoy en día solo se consiguen sus elementos en algunos anticuarios a precios exorbitantes. Tan raro se ha vuelto ver uno que no he podido encontrar una sola imagen de un lebrillo en el buscador de Google. De la tabla de lavar sí que he encontrado, y me parece que sé porqué. En casi todos los pueblos había un riachuelo cercano, donde se iba a lavar, pero en Cádiz, casi una isla, como no se lavara con agua de mar… así que se necesitaba un recipiente, el lebrillo.

Pero ¿y el agua dulce? porque entonces no llegaba el agua a la azotea, y las casas solo tenían un solo grifo, en la cocina, así que para coger agua era preciso avisar a todos los vecinos de los pisos inferiores para que cerraran los suyos. La solución era subir en cubos agua del aljibe que estaba… ¡en el patio! Eso eran otros tiempos, en los que las señoras no necesitaban ir al gimnasio.

Una vez limpia, y tras el remojo en agua azulada con añil, la ropa se escurría bien y se ponía a solear en la azotea. Había que evitar que el levante hiciera de las suyas, para lo que se le colocaban encima unos pesados pelotes, redondos como cocos, que aún hoy no se de donde se sacaban. Luego ya se le sacudiría el polvo que inevitablemente hubieran acumulado.

Pero, claro, estábamos también los niños, y ocurría que la azotea era nuestro improvisado campo de fútbol, en el que celebrábamos un día sí y otro también un partidito entre los vecinos.

Yo era un niño, pero participábamos todos, incluso Eulogio, el ditero, que era ya más que talludito. Y claro, había que evitar pisar la ropa, pero… en el fragor del partido… a punto de meter un gol, la ropa acababa con las huellas de nuestro ajetreo, con la consabida reprimenda de nuestras esforzadas madres y alguna que otra esposa.

La pelota, por llamarle de alguna manera, no era ni siquiera de trapo. Las hacía Alfonso, quien, aprovechando un descuido de su madre, despistaba un calcetín de su padre, el cual, relleno de papel de estraza, cosido, vuelto, y otra vez cosido, hacía las veces de balón. Pero no era de cuero, y cuando alguien la pisaba en una atrevida jugada se convertía en algo parecido a una tortilla, que más que rodar, era arrastrada.

Las más de las veces acababa en la azotea de un vecino. -¡Ya la has embarcao!- se escuchaba, palabra marinera que significaba que se había ido allende los mares, en nuestro caso a un lugar inaccesible. A veces se la rescataba, con el riesgo de mi hermano mayor, que era experto en bajar y subir bajantes de agua, y la de un vecino, que saltaba con la facilidad de un hombre del circo de azotea en azotea. Y si no era posible rescatarla, pues… al padre de Alfonso aún le quedaban calcetines en el cajón…

Y las macetas, ¡que decir de las macetas! Las azoteas estaban repletas de macetas, a cual más florida y sana. Yo no sé como eran capaces las mujeres de mantenerlas así. ¡Subían el agua del aljibe, a cubos, desde el patio, para regarlas! Y es que en Cádiz, si el levante se mantiene vivo y soplando más de dos días era seguro que todas morirían. Era un milagro, el milagro del esfuerzo y del cariño. Antes se dejarían morir ellas que se les muriera una planta.

Y estaba también el “patinillo”, un pequeño hueco que atravesaba la casa desde la azotea hasta el pequeño patio del piso bajo. Calculo que a lo sumo tendría seis metros cuadrados. El patinillo era también una pieza fundamental en la casa. Como todas las casas tenían acceso a él a través de un gran ventanal en la cocina, las señoras de la casa podían charlar por el hueco durante sus faenas del hogar. Y lo hacían durante horas, casi de continuo, yo diría que todo el día, menos en las horas de ir a la plaza. Se despotricaba de los maridos, se hablaba de los hijos, de lo que a cada una se le había ocurrido hacer ese día de comer, de cómo estaba la plaza y el pescado, y de todo lo que constituía por aquél entonces la vida cotidiana, sin televisión, sin prensa rosa, sin famosos, en días de mucho trabajo y angustias, pero de poco tiempo desocupado que ocupar con frivolidades y con poco espacio para ocupar con intereses extraños y con vicios degradantes.

Mucho trabajo y penuria, pero menos estrés y menos pensamientos circulares y obsesivos. No tenían energías sobrantes que dedicar a la ociosidad, la que, como se sabe, si no la ocupa Dios, la ocupan los demonios.

Ya cerca de la azotea, el patinillo se cubría con una reja, para evitar así el peligro de caída de las personas, sobre todo de los niños. De los niños, pero no de las pelotas, que se nos caían cada dos por tres hasta el piso bajo. Y en el piso bajo María había colocado su lebrillo de lavar particular, para no tener que subir al lavadero. En cada partido era casi seguro que una pelota caía en mitad del lebrillo de María, madre de Enriqueta, que era madre de Loli.

María era una viejecita enérgica y trabajadora, y de muy mal genio. Cuando una pelota estallaba ante sus narices en el agua del lebrillo, estropeando el lavado y salpicándola, a ella y a todo en derredor, María nos abrumaba con todo tipo de epítetos a cual más grave acerca de nosotros, de nuestros padres y de nuestros antepasados. Pero se le pasaba pronto el enfado, y el momento nos daba para muchas risas. Los niños… éramos niños, pero… ¡qué niños!

Las aventuras más excitantes eran los recorridos por toda la manzana de casas, de azotea en azotea. Aún hoy me resulta inexplicable que no ocurriera al menos una fractura de hueso, porque el recorrido era similar al de un escalador de montaña, pero aún más arriesgado, porque nadie llevaba ni arnés ni cordajes. Era a pelo. Unas veces se escalaba una pared, otra se trataba de dejarse caer a una azotea más baja, o también en descender por un bajante, y las peores consistían en saltar en el vacío de un pretil a otro de una casa adyacente. Creo que nos sentíamos como Tarzán en la selva, eso sí, sin lianas y ni taparrabos. No había azotea que nos fuera extraña. La más visitada era la contigua, ya que solo había que franquear un muro de unos tres metros. Esa azotea la coronaba una torre mirador, de las muchas que proliferan por todo Cádiz. Estaba de pié, pero en ruina, y era uno de los fantasmas de nuestras madres, quienes una vez y otra nos advertían:
-No os vayáis a subir a la torre, que está apunto de caerse…
Pero lo prohibido tiene un encanto irresistible, así que… aún siendo un lugar fantasmagórico y ruinoso, la subíamos con frecuencia.

Mucho después empezaron a llegar las primitivas lavadoras, y los niños dejamos de serlo. Y la azotea se quedó sola y tranquila, decorada con sus pacíficas y silenciosas macetas, y quizá, pienso yo, echando de menos nuestras visitas, nuestra alegría, nuestra inocencia, nuestras pisadas y nuestra compañía.

Pero también nosotros nos la quedamos en nuestros corazones para siempre, como un lugar donde dejamos gran parte de la infancia y donde vivimos nuestras mejores aventuras y nuestros mejores juegos.



viernes, 7 de febrero de 2014

CARTA A MARINÍ






















Mariní...
Cielo y Tierra se encuentran...
¿Adónde?
continuamente te preguntabas, nos preguntabas...
Y buscabas...
Y encontrabas...
Y ofrecías...
Y recibíamos...
Recibíamos, y recibimos
tu mirada honda
al ser interior de tu mundo
tu mirada al Cielo de la Tierra
tu mirada a la Tierra del Cielo.
Dicen que la mirada serena y amorosa
encuentra ese lugar
donde
Cielo y Tierra se encuentran.
Cielo terrestre
y Tierra celeste.
Y la belleza está
en el corazón del que mira
Y yo la veo en la belleza de tu mirada
al mirar con la mía.
Mabal, querida Mariní.
No dejes de mirar
a ese sagrado lugar.
Y sigue señalándolo con tu dedo
no para mirar tu dedo
sino para contemplar lo que señalas.
Mabal.

Ese parque de Cádiz...
pudo ser Genovés por ser de alma genovesa,
ya que los gaditanos
llevamos su sangre
y ella tiñó nuestro espíritu.
Pero no es el caso.
Debe su nombre a D.Gerónimo Genovés i Puig, jardinero valenciano, que en 1892 hizo su mayor remodelación.
Es un parque botánico hoy dedicado en honor y gloria
del eximio gaditano, y boliviano adoptivo, (entonces en el Nuevo Reino de Granada),
botánico y sabio.

Con mi agradecimiento a mi excelente amigo Carlos Roldán...
y, como no, a mi excelente amiga Mariní, que me la inspiró leyendo su blog Cielo y Tierra.


sábado, 1 de febrero de 2014

BENDITO SEMBRADOR




BENDITO SEMBRADOR



Sembraron en mí semillas
cuando yo ya creía
que mi tierra era estéril,
pedregosa y árida.

Invierno y otro invierno,
sin brotes en primavera,
sin esperanza casi,
casi sin fe.

Estiércol y estiércol,
araron y araron,
lluvia en otoño,
sol en primavera.

Pasaron los ciclos,
mi tierra yerta,
mis ojos ciegos,
mi palabra muerta.

Un día, una luz
alumbró mi frente.
Y oí una voz.
¡Eres labrador!

Tomé mi azada,
amé mi tierra,
miré hasta el sol,
y comprendí.

Nueva primavera
llegó, y entendí.
Los brotes surgieron,
y luego crecieron.

Bendije semillas,
labrador y azadón.
Bendije los brotes...
bendije al sembrador.