jueves, 24 de enero de 2013

SABER Y SABER EXPLICAR




No entiendes realmente algo a menos que seas capaz de explicárselo a tu abuela.
A. Einstein

Muchas veces nos ocurre que alguien nos hace una pregunta sobre algo y cuando intentamos explicárselo, nos encontramos con una gran dificultad. Tras muchos intentos de hacerle entender nuestra idea o conocimiento sobre el asunto, terminamos con la conocida excusa: “¡Qué coraje! ¡Lo sé, pero no sé explicártelo!”.

Y lo que realmente ocurre, aunque no queramos admitirlo, es que no comprendemos lo que “sabemos”. Lo sabríamos explicar en nuestro lenguaje, porque en ese lenguaje lo oímos cuando nos lo contaron, pero ese lenguaje no es conocido por nuestro inquisidor, así que contárselo tal cual no vale para nada. Valdría si conociera nuestra “jerga”. Pero no la conoce.

Las “jergas” tienen el inmenso peligro de utilizar palabras que acaban siendo solo sonidos vacíos de contenido, porque entre sus usuarios no se plantea qué significa cada palabra. Se da por sabido su contenido. Nunca hay petición de principio. Y ¿en qué consiste la petición de principio? Pues, para verlo claro con un ejemplo, sería cuando alguien nos pregunta:

–Oye, cuando hablas de Dios, ¿a qué te refieres?

Entonces es cuando comienza la cuestión. Entre la gente que dicen tener las mismas ideas de las cosas y que usa habitualmente una “jerga”, nunca se realizan peticiones de principio. Y si a alguien le da por hacerla en un momento determinado, todos lo tacharán de impertinente. ¿Cómo se te ocurre preguntar eso? Todos lo sabemos. Y tú también lo sabes perfectamente. ¿Lo preguntas para molestar?

Y lo cierto es que molesta exigir a alguien, antes de seguir con la conversación, que nos aclare qué significan para él conceptos o realidades que se dan por sabidos. Pero el no aclararlo hace que las conversaciones sean interminables e infructíferas. Cada uno habla del asunto usando sus conceptos y, si son totalmente diferentes, el diálogo se convierte en un diálogo de besugos. No lleva a ningún sitio. Cada uno habla en un idioma diferente, y la conversación se convierte en algo así como si un chino hablara con un bantú, por poner un ejemplo. Cada uno en su lengua, claro.

En realidad es muy difícil hablar de algo profundo con alguien. Es preciso anticiparse siempre y aclarar qué entendemos por cada término que usamos, siempre que el término no sea algo obvio. Pero en los planos sutiles no hay casi nada obvio. La bondad, el amor, el olvido, lo divino, la belleza, el bien, el mal, por poner solo algunos ejemplos, son términos que, a la vez que los usamos, requieren aclarar bien qué entendemos por ellos.

Las preguntas de los niños son un buen ejemplo de esto de lo que hablo. Los niños (hasta que lo dejan por imposible) preguntan todo y sobre todo. Sin ningún complejo. Además se diferencian de los adultos en que no se contentan con una explicación que no entienden. Requieren, generalmente con preguntas encadenadas, que se les explique con un lenguaje claro y comprensible lo que están preguntando. Los adultos, sin embargo, nos conformamos con cualquier respuesta. No vaya a ser que nuestro interlocutor piense que somos unos burros que no sabemos de nada. Solo Sócrates preguntaba cosas que a nadie se le ocurría preguntar. Y, por supuesto, nadie sabía responderle, con el consiguiente enojo del “sabio” al que le había preguntado. Solo sus discípulos comprendían que las preguntas eran necesarias, y su discípulo Platón, en sus Diálogos, hace infinidad de preguntas que hoy día nadie haría. “No sé por qué preguntas eso, todo el mundo lo sabe”, le dirían.

Pero en realidad, solo cuando alguien es capaz de explicar la realidad metafísica más profunda a un niño pequeño, es cuando ese alguien de verdad comprende lo que piensa y, en consecuencia, es capaz de hacérselo entender a una mente limpia y sin prejuicios ni conceptos fijos y cristalizados, como es la de los niños. Cuando alguien de verdad comprende algo, puede explicarlo de mil maneras diferentes y puede poner mil ejemplos sobre ello. Porque lo conoce y lo ve desde todos los ángulos posibles.

Y todo esto de que hablo no es una elucubración estéril. Todo esto de lo que hablo es en realidad la raíz de la dificultad que existe en la trasmisión del conocimiento y de la sabiduría y la raíz del difícil entendimiento con los demás. No es posible trasmitir un conocimiento cuando antes no se ha comprendido e integrado a nuestra vida. Explicarlo con palabras vacías es un trabajo, no solo inútil, sino pernicioso, porque la persona que pregunta se da inmediatamente cuenta de que aquel que quería explicarle algo no sabe de ese algo casi nada. Enseguida se da cuenta de que solo repite palabras. Palabras de las que desconoce su sentido. Y a continuación, cualquier explicación que provenga de esa persona la pondrá en tela de juicio. Se ha roto así el vínculo necesario para la comunicación, a saber, la confianza mutua.

De la misma manera, la comunicación con las personas de nuestro entorno es imposible si cada uno, al escuchar al otro, no sabe perfectamente cuáles son sus ideas sobre las cosas trascendentes. Solo así pueden entenderse y compartir vivencias e ideas.
Al no existir esa comprensión mutua, se dan, desgraciada y continuamente, casos de incomunicación aun en personas que llevan conviviendo durante muchos años.

Y si solo habláramos de lo que de verdad conocemos… ¿de qué hablaríamos?

Silencio.

Solo hay tres voces dignas de romper el silencio: la de la poesía, la de la música y la del amor…
A. Nervo




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