viernes, 14 de noviembre de 2008

LEVANTE EN CÁDIZ










       Llevábamos ya todo el mes de Julio en el Campito y el verano estaba transcurriendo inusitadamente delicioso en lo que al tiempo se refiere. Yo recordaba aún el pasado verano, que fue terrible, y que llegué a pensar que sería la tónica de todos los siguientes, imbuido de la idea hoy circulante del cambio climático. Los vientos dominantes en esta tierra son (hasta ahora), el levante y el poniente, y cada uno de ellos da su carácter peculiar a casi todas las cosas vivientes, e incluso a muchas inanimadas. Hombres, animales y plantas están en buena medida condicionados, para bien o para mal, por los vientos de aquí, y los dominantes son de características muy específicas y muy diferentes entre sí.
       
       El viento de Poniente es un viento atlántico. Durante el verano es fresco y con una humedad media, cosas que le hacen muy agradable. Mantiene el cielo despejado y limpio, de un color intensamente azul. Brinda amaneceres y atardeceres hermosos y de coloridos deliciosos. No sopla con fuerza desmedida, más al contrario, es suave y acariciador. Es suma, es un viento que atempera y refresca la fuerza del sol y la torridez de los veranos. Es nuestro viento femenino, bendición de los seres vivientes.
       
       El viento del Sur, llamado por aquí erróneamente “Levante en calma” o bien bochorno, es muy peculiar. Tan peculiar que no sopla casi en absoluto. Precisamente esta ausencia de movimiento, unida a la terrible humedad con que carga el aire, le hacen, en verano, ser realmente temible. La temperatura se estaciona en torno a los treinta grados y se mantiene, casi invariable, durante el día y la noche. El sudor del cuerpo no se evapora debido por un lado a la ausencia de viento, y por otro a que la humedad ambiente no lo permite. El aire no quiere más humedad, tiene más de la que desearía, e igualmente más de la que desearíamos los seres vivos que lo respiramos y sufrimos. Cuesta incluso trabajo respirar, el aire se vuelve denso, el cielo plomizo y sucio, las plantas enferman de hongos debido al calor húmedo y se me ocurre que éstos, los hongos parásitos, son los únicos que agradecen su existencia.
       
       Tiene una única cualidad que lo hace soportable en nuestra Bahía: que no dura mucho.
       
       Pero, he aquí que dije al principio que lo confundían con el “Levante en calma”. Y lo escribí entrecomillado. Lo hice porque no es viento, ni tampoco de levante. Y preguntaréis por qué se le llama entonces así. Sencillamente porque es un viento de transición. Y, en verano, de transición hacia el de levante. Así, la sabiduría popular lo entiende como el preludio del levante, como una especie de situación parecida a la del tigre en su postura de alerta y acecho momentos antes de saltar sobre su presa. Y así se le llama a la aparición posterior del levante. Porque es un viento que no tiene medias tintas. De repente, en minutos, comienza a soplar desaforado. Se dice entones que “ha saltado el levante”. Como salta el tigre sobre su presa, sin que esta pueda apenas percatarse de su presencia. Únicamente, como en el caso del tigre, se podría advertir previamente por su olor. Huele a levante. El Sur es el olor a levante, levante en calma, calma aparente, como el tigre, dispuesto a saltar.
       
       Pero el pasado verano el tigre quedó paralizado en su postura amenazante y nunca saltó. Quizá volvió la vista atrás y quedó inmóvil como estatua de sal. Y fue terrible. Día tras día inmersos en una especie de bola blanca, espesa y sucia. Mañana, tarde y noche. Día tras día. Mes tras mes. Y pensé: ya siempre serán así los veranos. Será verdad lo del cambio climático. 
       
       El otoño y el invierno siguientes (los pasados) no cayó una gota y en primavera los campos quedaron baldíos con la siembra apenas nacida. Acudías a un puesto de frutas o verduras y el corazón te daba un salto. Parecía que vendían jamón, ¡coño! Aunque fuera verde. Terminaríamos, pensé, comprando como los japoneses: Deme... ummm... un tomate, dos pimientos y una cebolla... ah... y dos melocotones. Hoy voy a tirar la casa por la ventana, oiga...
       
       Con esto se cumplió, pero al revés, un refrán que desconocía y que escuché en un bar no hace mucho: verano sin viento, invierno sin agua.
       
       En Grazalema, pueblo de nuestra hermosa sierra y el lugar más lluvioso de toda España, en lugar de los cerca de dos mil y pico litros por metro cuadrado que son lo normal, solo cayeron unos setecientos.
       
       Del viento del Norte hay poco que decir. Solo nos visita, y son visitas cortas, durante el invierno, cuando los países de Europa están atravesados, como por un frío cuchillo, por una ráfaga de viento polar o siberiano. Cuando en Cádiz hace frío, en estos países, incluso en el nuestro, se les congelan los mocos a los niños. Por cierto, el invierno pasado fue extrañamente frío. Heló en muchos sitios inusuales, entre ellos Chiclana y mi campito. Llegué a pensar que habían muerto muchas plantas, hibiscos, ficus y otras. Pero no, la primavera hizo su milagro de todos los años. No obstante me dijo al oído: Miguel, reza porque no vuelva a ocurrir el año próximo. Sabes que tengo concedido el poder de la vida, pero no pienses que me lo han dado ilimitado. Así que recé, y sigo haciéndolo.
       
       Y este verano comenzó con muy buen aspecto. Fresco, tierno y dulce. La mano amorosa de Perséfone velaba por el bienestar de la naturaleza, y por lo tanto, de los hombres. Muchos días de bendito poniente, algunos de sur y pocos de levante.
       
       Pero llegó a mis oídos la noticia, difundida por las noticias de televisión y radio: el jueves saltará el levante. No acababa de creerlo, pero por lo que se ve, los augures del tiempo cada vez son más fiables. Solo erraron en que el temido viento se anticipó. Saltó el miércoles. Y saltó como el tigre, de una manera elástica y certera, veloz y fiera. Y hundió sus potentes garras en la tierra toda, y en los seres que la pueblan.
       
       Este viento terrible, seco y potente tiene mala fama. Su presencia disgusta en verano, porque impide casi totalmente llevar la vida habitual del tiempo de vacaciones. Nada de playa si sopla fuerte, porque lo único que se conseguiría de ir sería el azote de la arena seca, que recorre la playa en ríos turbulentos, clavándose como mil agujas en todo el cuerpo, y andar a tientas con los ojos cerrados, puesto que abiertos convertirían nuestros pequeños faros en arenales, pasando de ser su blanco fondo al color rojo de la irritación. Sombrillas, toallas, pelotas, colchones inflables, cualquier cosa de mucho volumen y poco peso desaparecerá a una velocidad imposible de hacer factible su rescate. Terminarán en el mar, y unos días después, en cualquier otro lugar del litoral, cercano o lejano. Nada de barbacoas ni parrillas, que día tras día, sin él,  cambian en verano el dulce olor del jazmín y la dama de noche por el acre y tostado de las sardinas, las caballas, las chuletas y los chorizos. Nada de tender la ropa a la descubierta. Acabarán los calzoncillos y las sábanas incluso en casa del vecino, eso teniendo suerte, en otros casos desaparecerán en la vorágine de los remolinos aéreos. No hace mucho encontré cerca de la leñera un turbante negro, que probablemente fuera de un natural de Argelia. Lástima que el hombre fuera probablemente humilde y no trajera elegantemente prendido en él un valioso dije de oro y brillantes. Pero... como el cualquier otro país, los ricos no sufrirán los rigores ni las molestias de las tormentas de arena del desierto.
       
       Pero, este viento, el Levante, es nuestro viento viril. Y su existencia permite la existencia del clima benigno de nuestra tierra. Sin sus habituales visitas la humedad del mar haría crecer el verdín y los hongos en todo, en nuestras casas, en nuestra ropa, en nuestras plantas y, si me apuran, hasta en nosotros mismos, en nuestro cuerpo y en nuestras almas. Todo el agradable frescor y humedad del tiempo de Poniente, que, de ser permanente, nos llevaría a vivir casi dentro del agua, a ser casi agua fresca en todos los sentidos, a ser lunares, es limpiado y purificado en el fuego solar del Levante. Como oí cierta vez a un hombre de campo, es un tiempo sano. Calor seco. Puedes tratar a las plantas y a las cosechas sin temor a los hongos ni a los bichos. Ni siquiera se presentan las molestas moscas ni los mosquitos. Son incapaces de volar y están refugiadas a la espera de la calma para seguir turbando nuestras siestas y chupando nuestra nutritiva sangre.
       
       Y el pasado jueves me senté en el porche a contemplar los pinos que cubren el Campito. A ver la sinfonía de una lluvia muy especial. Era una lluvia de pinochas, de las hojas secas de los pinos. Caían a miles, arrebatadas, ya inútiles, de las ramas de los hermosos pinos, tejiendo poco a poco una alfombra tupida que cambió el verde de la yerba por el recio color arenoso de lo seco. La limpieza durará dos o tres días, pensé. Será tiempo más que suficiente para echar abajo toda hoja seca, y los pinos quedarán otras vez limpios, sanos y verdes. ¿Qué podría yo hacer si no tuviera tan buen jardinero, que me limpia los pinos, además gratis? Porque sin él las hojas seguirían secas, pero colgadas en sus ramas.
       
       Veía los árboles curvar sus enormes ramas al son de la música levantera. En verdad no hay sonido más hermoso y estremecedor que el tañido de las copas en su elástica defensa ante el furor del tigre de Eolo. Cerré los ojos y sentí lo cercano de su naturaleza con la del mar, con Poseidón. Me pareció, de forma indudable, escuchar el bramido del oleaje rompiendo en las rocas, en las bellas tormentas de invierno. Pensé en que ambos, viento y mar, son hermanos de mismo padre y distinta madre.
       
       Y estos árboles siempre verdes, de nidos perennes, de copas redondas, habitantes de tierras inhóspitas, protectores de suelos y de aires ¿cómo hacen para convivir amablemente con este viento furioso? Pero, pensé, ¡si es su bendición! Los limpia, los cura de viejas hojas ya inservibles, incluso de ramas que no merecían la pena conservar, porque no estaban en el plan de esplendor de su tronco. Los mantiene libre de enfermas humedades, hace sus ramas elásticas y sus piñas fecundas, la tierra nutritiva y el aire salubre.
       
       No podríamos vivir sin Levante, descubrí. No se puede vivir solo con una madre. Porque una madre nos hace crecer, nos hace grandes, floridos, pero un padre cercena piadosamente nuestras ramas inútiles, arroja fuera de nosotros las hojas secas y nos hace fuertes para la vida. Nos hace dignos de merecer un sitio en la naturaleza y en el mundo. Para ser nido de nidos, de hombres y quizá... nido de ángeles.

       

1 comentario:

Anónimo dijo...

HOla guapetón, sólo quería visitarte y animarte a que sigas haciendo lo que haces. Muéstranos quién eres...que es muy bonito.

Un besote